Alicante, 31 mar (EFE).- A Ramón, un sintecho de 50 años, le preocupa mucho más si podrá comer mañana que el riesgo de contagio de coronavirus y por eso acude puntual al reparto diario de alimentos de la Cruz Roja en Alicante, una labor solidaria de calle que estos días es más difícil porque somos menos los voluntarios disponibles.
En plena pandemia del COVID-19 escaseamos el número de "voluntarios de calle" que, como el que escribe estas líneas, estamos previamente formados e inscritos dentro de las instituciones benéficas.
Eso es así por varios factores encadenados que dificultan en cierta medida la posibilidad de respuesta para atender a las personas que sufren en primera persona la pobreza, en un momento especialmente delicado.
Entre estas circunstancias están que muchos son jubilados (cuando por fin se tiene tiempo para lanzarse a una causa solidaria) y que, por lo tanto, son un colectivo especialmente vulnerable y de alto riesgo en caso de contagio de coronavirus.
Además de los problemas de conciliación laboral y familiar especialmente en unas semanas con los hijos sin colegio y encerrados en casa, otra parte de los voluntarios quedan igualmente apartados al presentar en esta época del año los habituales síntomas de catarro o resfriado, que justo coinciden con los del temido coronavirus (tos, fiebre o dificultad respiratoria).
Y esta casuística se produce, precisamente, pese a que el coronavirus golpea directamente a los sintecho porque el estado de alarma ha dejado las calles desiertas y apenas reciben limosnas ni ayudas directamente de los transeúntes.
No pueden dirigirse, por ejemplo, a la puerta de las parroquias ni tienen opción a recoger los sobrantes de alimentos procedentes de bares o mercadillos, prohibidos en toda España desde hace ya dos semanas.
A esto se añade que las restricciones de movimiento por el estado de alarma no les impide seguir viviendo en un cajero, protegidos por un plástico, bajo un puente o a la intemperie pero, en cambio, sí desplazarse mucho más allá de donde pernoctan.
Por eso, estos días es acuciante la labor solidaria para atender a estas personas normalmente 'invisibles' para la sociedad, y entidades sociales como Cruz Roja se afanan en buscar entre sus voluntarios manos altruistas que repartan a pie de calle la comida indispensable para el día.
Ramón pone voz a Natalia, Raúl, Ricardo y a tantos otros que llegan cada mediodía al puesto de reparto de alimentos de Cruz Roja en la calle Teulada de Alicante, donde hasta hace dos semanas cada jueves y sábado se instala el principal mercadillo de la ciudad.
Ha explicado a este voluntario que, como todo el mundo, no quiere contagiarse del virus pero que "mucho más" le preocupa qué poder "llevarse a la boca".
"Nadie se acuerda de nosotros salvo alguna excepción como Cruz Roja", se oye a menudo en las largas filas de estos sinhogar que, separados por una distancia de más de un metro, aguardan pacientemente su kit de alimentación.
Se trata de una bolsa con dos bocadillos de jamón y queso, otras dos piezas de fruta, un yogurt, un zumo y una botella de agua que, junto con un caldo o café caliente, les tiene que alcanzar para todo el día.
"No hay sitio donde ir para comer: está todo cerrado a cal y canto", se lamenta otro usuario que al comienzo de la crisis intentó entrar en el polideportivo de 70 camas abierto por el ayuntamiento en el barrio de Florida-Babel, aunque pronto se llenó.
Eso es así por varios factores encadenados que dificultan en cierta medida la posibilidad de respuesta para atender a las personas que sufren en primera persona la pobreza, en un momento especialmente delicado.
Entre estas circunstancias están que muchos son jubilados (cuando por fin se tiene tiempo para lanzarse a una causa solidaria) y que, por lo tanto, son un colectivo especialmente vulnerable y de alto riesgo en caso de contagio de coronavirus.
Además de los problemas de conciliación laboral y familiar especialmente en unas semanas con los hijos sin colegio y encerrados en casa, otra parte de los voluntarios quedan igualmente apartados al presentar en esta época del año los habituales síntomas de catarro o resfriado, que justo coinciden con los del temido coronavirus (tos, fiebre o dificultad respiratoria).
Y esta casuística se produce, precisamente, pese a que el coronavirus golpea directamente a los sintecho porque el estado de alarma ha dejado las calles desiertas y apenas reciben limosnas ni ayudas directamente de los transeúntes.
No pueden dirigirse, por ejemplo, a la puerta de las parroquias ni tienen opción a recoger los sobrantes de alimentos procedentes de bares o mercadillos, prohibidos en toda España desde hace ya dos semanas.
A esto se añade que las restricciones de movimiento por el estado de alarma no les impide seguir viviendo en un cajero, protegidos por un plástico, bajo un puente o a la intemperie pero, en cambio, sí desplazarse mucho más allá de donde pernoctan.
Por eso, estos días es acuciante la labor solidaria para atender a estas personas normalmente 'invisibles' para la sociedad, y entidades sociales como Cruz Roja se afanan en buscar entre sus voluntarios manos altruistas que repartan a pie de calle la comida indispensable para el día.
Ramón pone voz a Natalia, Raúl, Ricardo y a tantos otros que llegan cada mediodía al puesto de reparto de alimentos de Cruz Roja en la calle Teulada de Alicante, donde hasta hace dos semanas cada jueves y sábado se instala el principal mercadillo de la ciudad.
Ha explicado a este voluntario que, como todo el mundo, no quiere contagiarse del virus pero que "mucho más" le preocupa qué poder "llevarse a la boca".
"Nadie se acuerda de nosotros salvo alguna excepción como Cruz Roja", se oye a menudo en las largas filas de estos sinhogar que, separados por una distancia de más de un metro, aguardan pacientemente su kit de alimentación.
Se trata de una bolsa con dos bocadillos de jamón y queso, otras dos piezas de fruta, un yogurt, un zumo y una botella de agua que, junto con un caldo o café caliente, les tiene que alcanzar para todo el día.
"No hay sitio donde ir para comer: está todo cerrado a cal y canto", se lamenta otro usuario que al comienzo de la crisis intentó entrar en el polideportivo de 70 camas abierto por el ayuntamiento en el barrio de Florida-Babel, aunque pronto se llenó.
Por todo esto, la labor de los voluntarios tiene estos días más que nunca nombre y rostro como el de José, de amplia sonrisa y que vive dignamente en una vieja caravana de un polígono sin despegarse de un respirador portátil por problemas en los pulmones.
También el de Narciso, de 66 años, sin movilidad en las piernas y cuyos amplios ojos azules deslumbran en una de las calles del centro, el de Maricarmen, que malvive bajo unos plásticos, o el del inglés John, que sobrelleva sus dolores "siempre con sonrisa" (sic).
Son personas como cualquier otra con virtudes y defectos que, más allá de la razón por la que han acabado en la calle, agradecen especialmente que sus vecinos "normalizados" les miren a los ojos y les dirijan un saludo para sentirse un poco menos invisibles.
Por Antonio Martín
(c) Agencia EFE
También el de Narciso, de 66 años, sin movilidad en las piernas y cuyos amplios ojos azules deslumbran en una de las calles del centro, el de Maricarmen, que malvive bajo unos plásticos, o el del inglés John, que sobrelleva sus dolores "siempre con sonrisa" (sic).
Son personas como cualquier otra con virtudes y defectos que, más allá de la razón por la que han acabado en la calle, agradecen especialmente que sus vecinos "normalizados" les miren a los ojos y les dirijan un saludo para sentirse un poco menos invisibles.
Por Antonio Martín
(c) Agencia EFE